La raza de los hombres (Fragmento)

[…] Por esta peculiaridad, los demás pueblos y razas han intentado siempre mantenerse al margen de los conflictos producidos entre los hombres, que siempre han seguido un flujo constante y sin cese. Sobre todo, los pueblos que comparten frontera con esta raza. Los han dejado siempre aniquilarse entre ellos, pero sin quitarles jamás el ojo de encima, por lo explicado antes de su incontenible deseo de conquistar otros territorios. Cualquier pueblo que linde con el de los hombres, siempre ha guarnecido sus fronteras fuertemente para disuadir cualquier idea de invasión, excepto los éniars, donde no hay la más remota posibilidad de conquista.

Sobre los sentimientos que les dominan, uno de los peores y más venenosos es la envidia, pues les es fácil de esconder y la hacen trabajar en la sombra. Lo peor de quien la sufre es, que puede llegar incluso a su destrucción con tal de eliminar también el objeto de su sentimiento. Es uno de los sentimientos más perniciosos que existen. Es lo que ocurrió con Daro, un rey antiguo de la ciudad de Badanis, en el reino de Cianar.

El monarca había enfermado de una extraña dolencia que consumía su salud día tras día, haciendo peligrar su vida. Al no poder dar conmigo, utilizando a todos los emisarios de los que disponía, los envío a los confines de tierras lejanas para encontrar al curandero que consiguiera hacer remitir su mal. Yo fui llamado en auxilio del rey, y hubiera acudido dichoso, pues sentía un gran aprecio por ese rey de los hombres, pero por aquel entonces me encontraba en el reino de Ecara, en su mundo subterráneo, y nadie me encontró a tiempo para poder hacer algo. Cuando llegué, fue demasiado tarde.

A Badanis, llegaron algunos de los mayores expertos en las artes curativas de todos los horizontes de Neria, pero ninguno conseguía mitigar el sufrimiento de Daro. Hasta que llegó Amtara, una simple herborista de la zona del gran lago, en las inmediaciones de la ciudad. Aquí tengo que sonreír levemente mientras escribo porque, es curioso que muchas de las cosas que buscamos incesantemente en la vida, que pensamos que se encuentran ocultas en la más lejana de las tierras, han estado siempre cerca de nuestros ojos, a nuestro alcance.

Amtara fue llamada como último recurso, sin que nadie depositara muchas esperanzas en ella. Pero averiguó la manera de erradicar el mal del rey. Durante algunos días recolectó hierbas y más hierbas y, preparando un brebaje, incluso que yo desconocía, le salvó.

A partir de ese momento, y como sucede en casi todas las historias, el rey Daro, agradecido por salvar su vida, la llenó de honores y la nombró curandera real. Aceptando de buen grado la ofrenda del rey, Amtara pasó a vivir en las estancias de la ciudadela de Badanis y no tardó mucho tiempo en que su nombre cobrara una gran fama, por la que pagaría un alto precio en tiempos venideros.

Poco a poco, Amtara se fue adaptando a vivir en Badanis y se fue integrando en esa ciudadanía que le tenía tanto cariño. En los actos públicos, Amtara era esperada con impaciencia para recibir los vítores y ovaciones de todo el pueblo e incluso llegó un momento en el que parecía poseer más protagonismo que el mismísimo rey.

Y fue entonces cuando el aguijón de la envidia inoculó su veneno en la mente del rey Daro. Ya no veía con buenos ojos los agasajos que recibía Amtara, y comenzó a odiarla. Empezó mostrándose más antipático y seco al dirigirse a ella y poco a poco la fue relegando de sus funciones muy sutilmente. La rechazaba y siempre evitaba hablar con ella ante el asombro de Amtara. Esta, le preguntaba qué le ocurría, pero el rey se limitaba a obviar sus preguntas aparentando normalidad. La herborista, para intentar arreglar el carácter disgustado de su rey, intentaba agradarlo más que nunca. Como si no hubiera sido suficiente con salvarle la vida, Amtara le preparaba los mejores brebajes y ungüentos que conocía, intentando que su trato hacia ella cambiase. Pero cuanto más amable se mostraba Amtara con el rey, más la odiaba este y más rechazo le mostraba. Hasta que Daro, viendo que los reconocimientos por parte del pueblo hacia la curandera real, que él mismo había nombrado, iban en aumento, decidió actuar.

Ordenó a la herborista que preparara algún remedio para dárselo a todos los niños de Badanis y evitar que se resfriaran y murieran, ahora que se acercaba el invierno. Amtara, contenta con el nuevo encargo de su rey, le dijo que eso no era complicado y que tendría a los niños más sanos y fuertes de todo el reino. Diligentemente, trabajó sin descanso y tuvo preparado el tónico en un tiempo récord. Todas las dosis estaban preparadas en el almacén del rey para ser repartidas. En ese momento, Daro apartó a la herborista de la escena, alegando que se había ganado un merecido descanso y con una dulce sonrisa la invitó a tomarse algunos días de sosiego por el duro trabajo realizado.

Esa noche, acercándose a los soldados que custodiaban el almacén, el rey les ordenó retirarse durante algunos instantes para ir a vigilar unos extraños ruidos que se habían producido en los jardines de palacio y, cuando nadie lo veía, añadió aleatoriamente gotas de veneno a numerosas dosis del preparado de Amtara y se retiró a sus aposentos.

A la mañana siguiente, aquellas bebidas fortalecedoras fueron repartidas entre la población, y no tardaron más de un día en producirse las muertes de numerosos niños.

El pueblo se reunió por las calles y clamaba por un culpable que se responsabilizara de las muertes de aquellos que representaban el futuro del reino. El rey Daro, tras iniciar las investigaciones pertinentes, descubrió que entre esa poción se encontraba una hierba venenosa que producía la muerte inminente de quien la tomara. Convocó a su pueblo entorno al balcón real y comunicó las averiguaciones realizadas y las medidas que tomaría con el culpable descubierto, que no era otra que Amtara. En vez de condenarla a muerte, para poder disfrutar del desprecio que ahora le profería su pueblo, Daro la encerró en las mazmorras de la ciudad y allí pasaría lo que le restara de vida. Ahora la envidia del rey sonreía contenta.

Pero alguien descubrió algo. Amtara tenía un equipo de aprendices a los que enseñaba y formaba en sus conocimientos, y fue uno de ellos, quien reveló un detalle que cambiaría el destino de la herborista. Tomando una muestra envenenada y otra inofensiva, estudió los tiempos de fermentación en el brebaje, de cada uno de los ingredientes que componían la solución. Fue entonces cuando dedujo y declaró, que la hierba tóxica había sido añadida después de que Amtara preparara las dosis a repartir. Lo demostró ante todo el pueblo para que pudieran comprobar la veracidad de lo que decía, pues era cierto que la solución llevaba una hierba letal pero que, tras fermentar durante dos días, perdía su capacidad tóxica convirtiéndose en un ingrediente aportador de nutrientes. Solo si era añadida unas horas antes de la toma, la hierba se volvía mortal. Todo esto lo demostró ingiriendo el contenido saludable y una pequeña dosis no mortal del preparado letal, mostrando la diferencia entre ambos.

Ante tal evidencia, el pueblo reclamó la liberación inmediata de Amtara y las investigaciones pertinentes para encontrar al culpable. Daro, aunque envuelto en frustración, tuvo que liberar a la herborista siendo presionado por la opinión popular.

No tuvo problema el rey que, encontrando un chivo expiatorio, ofreció al pueblo el culpable que reclamaba, sacrificándolo ante ellos y dando por zanjado el asunto.

Para mayor desgracia del rey Daro, ahora el pueblo e incluso él mismo, se vieron obligados a pedir disculpas públicamente a Amtara por haber dudado de sus nobles intenciones y fue colmada de reconocimiento, más aún de lo que nunca lo había sido. Los consejeros y aristócratas cercanos al rey se agrupaban exigiendo a este que permitiera a Amtara acudir a las reuniones de Badanis, y muchos de ellos la apoyaban y le mostraban su afecto incluyéndola en todos los planes.

La desesperación de Daro se convirtió en insostenible hasta que, de nuevo, decidió actuar.

Tras una noche en vela, reflexionando sobre lo que estaba a punto de hacer, el rey decidió envenenarse él mismo con una sustancia que Amtara no fuera capaz de descubrir. Y así lo hizo. Visitando a herboristas lejanos en la clandestinidad y dándoles muerte después, para que no revelaran el secreto, consiguió una extraña hierba muy escasa que constituía un veneno casi imposible de detectar y que mataba muy lentamente.

Al llegar a Badanis, los primeros efectos empezaron a ser sentidos.

Rápidamente, Amtara fue llamada y, también rápidamente, esta se puso manos a la obra. Enviando a sus aprendices a recolectar decenas de extrañas hierbas, preparaba numerosas pociones que, tras muchas pruebas conseguían mitigar las dolencias del rey. Pero este, envuelto en cada vez más odio, ingería una dosis mayor del veneno y los síntomas reaparecían agravados.

Amtara no se explicaba esas repentinas recaídas y, el pueblo, junto con los aristócratas de la corte comenzaron a impacientarse ante la falta de resultados. La herborista se devanó los sesos día y noche mientras Daro envenenaba a los que le visitaban con palabras contra Amtara. “Por mi error al condenarla en aquella ocasión, tengo sospechas de que Amtara me dejará morir. Sé que hice mal y me equivoqué al condenarla sin ser culpable, pero el padecimiento que estoy sufriendo por lo que sea que me haya administrado es demasiada crueldad para el rey que la nombró curandera de la ciudadela y le dio una vida que jamás pudo imaginar.”

Ese era el demagogo mensaje que el rey transmitía, y que poco a poco iba calando en las mentes de los mandatarios de la ciudad, enturbiando sus miradas hacia la herborista. El propósito del rey no era acabar con su propia vida, y tenía calculada la cantidad límite que podía ingerir del extraño veneno para no perecer. Pero la envidia es un sentimiento que no entiende de frenos y siempre llega hasta el final, aunque suponga la propia destrucción de su huésped.

Nadie sabe qué es lo que preparó Amtara, ni los conocimientos de excelencia que empleó para ello, pero creó un preparado que, como milagrosamente, eliminó todos los síntomas de malestar del rey en una sola tarde. Y de nuevo comenzaron a brotar tímidamente las alabanzas hacia la herborista, que amenazaban extenderse de nuevo como el veneno que el rey más temía. Así que, esa misma noche, envuelto en la irracionalidad del sentimiento de la envidia, miró su frasco de veneno, del que solo tomaba media gota y, en un gesto repentino, lo ingirió entero.

El efecto fue irremediable e incontenible con todas las hierbas y magias regeneradoras de este mundo y Daro comenzó a abandonar su vida.

Justo esa noche, yo llegué apresurado a Badanis, después de terminar mis aventuras en el mundo subterráneo del reino de Ecara, y pude hablar con él unos instantes antes de perecer.

Se encontraba en su lecho, muy debilitado ya, apenas con un soplo de vida, pero en sus facciones se podía intuir una macabra satisfacción. Dada la condición de mi raza, le pregunté directamente si había merecido la pena morir solo por tener la razón. Pero entre un hilo de voz débil y sin arrepentimiento alguno, me susurró que la envidia no funcionaba así. No quería tener la razón, ni demostrar nada. No quería más fama que Amtara ni más reconocimiento que ella. Solo quería que la herborista perdiera todo lo que tenía y lo había conseguido, pues a la mañana siguiente, cuando él ya no estuviese allí, Amtara sería ejecutada. Así me enseñó la manera en la que funciona la envidia, pues es un sentimiento que no trabaja para el huésped al que ocupa. Se mueve para impedir que su objetivo posea lo que tiene. No para arrebatárselo, no para disfrutarlo, solo para que a quien mira con sus ojos no lo posea.

A la mañana siguiente, Amtara fue ejecutada.

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Escritor: J.G.González

Ilustrador: Ricardo Muñoz

Libro: Próximo lanzamiento de la versión extendida de “El caminante de arena”

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