Somos lluvia

SOMOS LLUVIA

Era una gran ciudad en un lugar sin importancia y en un día como otro cualquiera. Debajo de un cielo azul y limpio, que pasaba desapercibido, un tumulto de vehículos, una gran reunión de murmullos y decenas de aglomeraciones de cualquier cosa que podáis imaginar, se desarrollaban tranquilos como en cualquier otra mañana.
Alguien caminaba por la acera de una de las calles más transitadas, cuando su mirada se alzó hacia el cielo, curiosamente ahora cuando se hallaba gris y oscuro tras la formación de grandes y negras nubes, que ansiosas esperaban el momento de descargar toda el agua acumulada.
En lo alto del cielo, en uno de aquellos agolpamientos de agua, es donde aparezco yo, pues soy una de las miles de gotas que cayó aquel día.
Había pasado no sé cuánto tiempo, y muy lejos quedaba ya la época en que era una diminuta partícula de agua dentro de una nube que comenzaba a formarse. Había crecido y me había convertido en una gran gota de lluvia, a la que le llegaba el momento de comenzar su viaje. Jamás olvidaré esa primera vez que lloví de los cielos.
—¡Venga Naúra! —me dijo con insistencia una mis compañeras, mientras me empujaba hacia el borde de la nube para que cayera.
—¡No, no, por favor! —exclamé muerta de miedo mientras hacía toda la fuerza que podía para no ser arrastrada—. ¡No quiero caer por favor! ¡No me hagas esto!
—¡Todas lo hacemos cuando nos llega el momento! —me contestó mientras avisaba a otras para que la ayudaran a empujarme.
Todo mi cuerpo temblaba al borde de aquella nube y notaba que sus sacudidas producían un sonido acuoso cada vez que ocurrían.
—¡¿Qué será de mí?! —pregunté viendo que no tenía escapatoria y que tres gotas más se acercaban para arrojarme al vacío—. ¡¿Qué me pasará?!
Una de ellas detuvo su empuje y, mirándome con amabilidad, dijo:
—Eso deberás descubrirlo tú misma —Y acto seguido me arrojó fuera de la nube.
Lo que sentí en aquel momento fue un inmenso mareo en mi mente que, aunque se enfrentaba a un vacío que se expandía ante mis ojos, también lo hacía contra el vacío que dejaba el sentimiento de estar desprotegida, fuera de la seguridad de la nube. Ahora estaba sola ante aquel desafío, y a partir de ese momento todo dependería de mí.
Alrededor veía cientos de gotas que se encontraban en la misma situación o en una más o menos parecida, pero no pude hablar con ninguna hasta que mis gritos dejaron de ser los dueños de mi garganta.
El suelo se acercaba trayendo consigo la incertidumbre de qué me ocurriría y, mientras bajaba a toda velocidad, vi cómo algunas de mis compañeras de viaje se convertían en granizo, debido a las bajas temperaturas, y otras se evaporaban, alcanzadas por algún rayo de sol filtrado a través de las nubes. Sentí un inmenso miedo al observar esas escenas, pero también pude ver que otras compañeras se llenaban de colores al ser atravesadas por tenues rayos de luz, y formaban un hermoso arco iris.
Durante aquella caída no podía dejar de recordar la nube. Ahora, fuera de ella, todo era frenético, amenazante, inseguro y lleno de incertidumbre. En la nube no había preocupaciones, todo era conocido y me envolvía una seguridad tranquilizadora. Ahora tenía que estar pendiente de las bajas temperaturas, de los rayos de sol, de las fuertes ráfagas de viento, de las gotas que pudieran chocar contra mí; aparte, claro está, de preocuparme por cuál sería el lugar en el que caería. La nube ya no podía hacer nada por mí, y era yo quien debía ocuparse de mi camino.
Continuábamos nuestro viaje, cuando de repente, una gran ráfaga de viento me hizo girar decenas de veces haciéndome perder la orientación. No sabía qué había ocurrido y, tras recuperarme y preguntar a las gotas más cercanas, pude descubrir que la altitud a la que nos encontrábamos era la misma a la que volaban los aviones y que, precisamente, uno de esos aparatos nos había atravesado, llevándose consigo miles de gotas que ya no conseguirían caer.
Tras un tiempo descendiendo hacia el suelo, todas pudimos ver cómo la ciudad se acercaba a nosotros, mostrándonos incontables lugares donde caer: en la tierra del parque, en los tejados de los edificios, en los cristales de los vehículos que circulaban, encima del cigarrillo que alguien fumaba, en el agua de alguna fuente o en la taza de café que descansaba sobre la mesa de un velador.
La incertidumbre se hizo aún más palpable en todas las gotas y, justo cuando me encontraba absorta en la tristeza del fatal destino que habían sufrido mis compañeras, un sobresalto repentino casi acaba con mi trayecto de un plumazo, nunca mejor dicho.
Habíamos alcanzado a una gran bandada de pájaros y muchas de mis compañeras terminaron su viaje antes de tocar el suelo, al estrellarse contra las plumas de esas aves. Las demás tuvimos la fortuna de pasar veloces entre aquel bosque de alas y, volviendo la mirada hacia arriba, pudimos ver cómo se perdía en la lejanía ese obstáculo del camino.
Muchas de las gotas que comenzaron el viaje junto a mí ya no estaban y otras  venían conmigo desde el principio. También hubo nuevas gotas que me brindaron su compañía, algunas de las cuales solo pudieron hacerlo por corto tiempo.
Yo continuaba cayendo a gran velocidad, cuando la enorme ciudad sobre la que íbamos a llover se nos presentó con nitidez, dejándonos apreciar todos sus detalles. Decenas y decenas de paraguas desplegados esperaban nuestra llegada con el fin de rechazar nuestro contacto; los limpiaparabrisas de los vehículos ya comenzaban a moverse para, llegado el momento, expulsarnos de sus cristales con el mayor de los desprecios; y algunos transeúntes huían de nosotras, refugiándose bajo las cornisas y balcones de los edificios.
Por el contrario, las flores sonreían mirando hacia arriba, esperando que las alimentáramos; y los árboles nos saludaban moviendo sus ramas y hojas con el viento, pidiéndonos que mojáramos la corteza de sus troncos. Las fuentes, los lagos y los charcos cantaban felices ante la llegada de nuevas amigas que se unirían a sus aguas haciéndolos más grandes, y algún niño feliz y lleno de risa alzaba su cara con la boca abierta para beber directamente de la pureza del cielo.
Allá me encontraba yo, sin pensar en mi deseo de caer en algún lugar hermoso y preocupada por el rechazo de muchas de aquellas personas hacia nosotras, las gotas de lluvia, cuando un tremendo golpe me frenó en seco y, casi con toda seguridad, di por finalizado mi viaje.
Aquella vez conocí las cometas, y la experiencia no fue para nada agradable. En un parque, había un concurso de estos artilugios voladores que, a gran altura, tapaban un pedazo de suelo con su reunión de colores. Me golpeé contra un gran plástico azul y blanco mientras cientos de gotas pasaron por delante de mí, dirigiéndose hacia la tierra. He de decir que el sonido de aquellas gotas fue precioso. Al escuchar su música no me di cuenta de que debido al viento me resbalé hacia el exterior de la cometa y pude continuar mi viaje tras un pequeño gran susto.
Mi sonrisa explotó al acompañar los colores de las cometas, y los sueños de caer en un lugar maravilloso regresaron a mis pensamientos.
Mi mayor deseo era caer sobre la tierra para darle de beber y para oler el precioso aroma que ofrece como gratitud por aplacar su sed. Ya podía percibir aquel olor a tierra mojada, debido a las gotas que la habían humedecido antes que yo y, con agradable nerviosismo, esperaba el momento en que yo también me precipitara sobre ella.
—¡Esta vez hemos tenido suerte! —exclamó con felicidad una de mis compañeras—. Hemos esquivado el inerte asfalto, los desagradables paraguas, las sucias alcantarillas y los lugares calientes que nos evaporarían y ¡vamos a caer sobre el parque de la ciudad! —y concluyó con una sonrisa—. ¡Es fantástico!
El viaje estaba a punto de terminar y, tras haber superado el peligro de aviones, bandadas de pájaros, malintencionadas cometas, fuertes vientos y cientos de riesgos más, tantos como la imaginación sea capaz de crear, entendí que había merecido la pena dejar aquella nube, pues en pocos segundos mi nueva casa sería la fresca y aromática tierra mojada.
Hacia esa tierra bajábamos en el viento un gran número de gotas sonrientes y felices por la suerte que habíamos corrido, y, a mi derecha, una gota muy anciana permanecía serena, con sus facciones inexpresivas, sin reflejar el júbilo que todas sentíamos. Ya podía observar los pequeños granos de arena que formaban el suelo y que sonrientes nos daban la bienvenida a nuestra nueva morada, cuando un fuerte torbellino de viento nos arrancó sin compasión de nuestro destino y, elevándonos en el aire, nos desplazó de aquel parque.
—¡Muchas veces, las cosas no terminan como parece que terminarán! —dijo aquella anciana gota, y ahora sí mostró una amplia sonrisa en su rostro al mismo tiempo que era impulsada por la tempestad.
Fuimos arrastradas lejos de la tierra de aquel bello parque y, aún sobre el aire, me aferraba a la idea de ir a parar a otro que me permitiera cumplir mi sueño. Nos desplazamos bastante tiempo sin avistar ninguno y llegó un momento en que mi mente empezó a conformarse con aterrizar sobre el jardín de cualquier casa o, en el más extremo de los casos, sobre la tierra de un macetero colgado de un balcón.
La tempestad nos liberó de las cadenas de su aire y, pensando en los maceteros, jardines y hasta en algún arenero para gatos, no advertí el lugar donde la cruel ventisca nos depositaría.
No sé cómo expresaros…
Mi alma se congeló sin necesidad de bajas temperaturas, el agua que me forma se oscureció como contaminada y mis ojos lloraron haciéndome perder tamaño.
Aquel temporal nos había llevado a las afueras de la ciudad y después de estar a punto de caer en la fresca tierra de un parque, ahora todo lo que me formaba iba a aterrizar sobre… un lago de agua podrida formado en un vertedero, entre enormes montañas de deshechos.
Supliqué por la llegada de una nueva ventisca, tifón, huracán o toda la fuerza de la naturaleza desatada para sacarme de aquel lugar; pero, sin poder remediarlo, mi cuerpo notó cómo se adentraba lentamente en aquel lodo de un color difícil de describir. Todas las gotas pasamos unos segundos en silencio y mi llanto se desató sin consuelo, tras ver donde me encontraba,.
—¿¡Por qué lloras con tanta amargura!? —me preguntó aquella gota tan anciana—. ¿¡Acaso es la primera vez que caes de los cielos!?
—¡Claro! —contesté entre sollozos—. ¿Cuántas veces pretendes que caiga?
La gota comprobó que mi afirmación era cierta y, arrimándose a mí entre toda aquella suciedad, me habló con ternura.
—No es fácil encontrarse con una gota primeriza. Ahora consuela tu llanto y escucha mis palabras, pues tus lágrimas no deben ser tan amargas. —Se sentó a mi lado y comenzó a hablar—. Simplemente has caído porque estabas preparada para hacerlo. Solo las gotas ya formadas caen, las pequeñas permanecen en la seguridad de la nube hasta que acumulan la suficiente agua para desprenderse. Pero, como en la vida, muchas son las veces en que descenderás para luego regresar a la nube e intentarlo de nuevo. Unas veces caerás sobre la desagradable tela de los paraguas, otras sobre un fuego que te evaporará y, otras, sobre rincones oscuros, desiertos áridos o negro asfalto; también te precipitarás en lugares contaminados o en vertederos como en el que nos encontramos. Es evidente por tus lágrimas, que caer aquí no era lo que soñabas, pero, puesto que SOMOS LLUVIA, siempre tenemos la oportunidad de levantarnos e intentarlo de nuevo hasta que lleguemos al sitio que soñamos.
—¿En serio? —pregunté recogiendo mis lágrimas.
—¡Claro! —respondió con una cálida sonrisa—. Pasado un tiempo de nuestro fallido descenso, nos evaporaremos y comenzaremos a elevarnos hacia el cielo. Cuando estemos arriba, volveremos a convertirnos en pequeñas gotas de agua que conformarán una diminuta nube y, en el momento necesario, nos habremos transformado en una nueva gota formada y preparada para caer una vez más de las alturas en busca de sus sueños.
Mi sonrisa iluminó aquel paisaje contaminado y, cuando miré a mi alrededor, descubrí que mi cuerpo ya no estaba compuesto por agua líquida. Ahora, junto con aquella sabia y anciana gota y algunas más que también habían bajado conmigo, comenzamos a elevarnos hacia el cielo, evaporadas por el calor. Otras más, provenientes de distintos lugares, se unieron a nuestra ascensión. Entonces la gota anciana habló de nuevo.
—Tú te estrellaste contra un paraguas, pero sigues siendo agua —dijo señalando a una de las gotas—; tú, en una llama y también sigues siendo agua; tú, un tejado solitario y agua eres, y a ti la tormenta te depositó en una alcantarilla y  como agua existes. Puesto que sois agua, más allá de donde hayáis caído, entended que sois vida.
A partir de ese momento, todas continuamos nuestra ascensión en silencio, pensando en aquellas palabras.
Todo sucedió como dijo aquella gota. Tras llover innumerables veces sobre innumerables lugares, me encontré en una enorme nube negra, preparada para caer de los cielos una vez más.
—¡Naúra! —exclamaron desde el borde de la nube—. ¡Ayúdame a arrojar a esta enorme gota fuera!
Sonriendo, me acerqué en su ayuda. Una gota ya formada y preparada para caer, pataleaba y se resistía a ser lanzada al vacío.
—!No, no, por favor! —suplicó y aquellas palabras me recordaron que una vez yo las había pronunciado—. ¡No quiero caer, por favor!, ¿qué será de mí?, ¿qué me sucederá?
Detuve mi empuje y dije unas palabras a aquella gota con la certeza de que no las entendería, pero también con la absoluta seguridad de que pasado un tiempo comprendería perfectamente su significado:
—No te avergüences si tu camino no parece tan hermoso como el de los demás, pues todos los caminos son válidos y útiles. No existe una sola vía para llegar a nuestros sueños. Cada uno debe recorrer aquella que le corresponde con ilusión y coraje, con sus caídas y tropiezos, con sus experiencias y enseñanzas; pero cada uno a su manera: no hay ninguna mejor.
Evidentemente, luego la arrojé hacia su camino.
Escritor: J. G. González
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